Queridos Lectores,
Mientras escribo este, que habrá de ser mi último blog y me preparo para pasar la estafeta de la presidencia de MAM a mi sucesor, espero sepan perdonarme si me dirijo a ustedes de manera un tanto personal.
En 1968, leí en alguna parte que la “raza maya” descendía de los habitantes del continente perdido de la Atlántida… y lo creí. En 1973, leí sobre visitas de extraterrestres a Mesoamérica en El Carruaje de los Dioses… y lo creí. Cuando trabajaba en las rudas plataformas petroleras del Mar del Norte, tuve ocasión de visitar el Museo Británico y ahí compré el libro Jeroglíficos Mayas sin Lágrimas, de Eric Thompson, así como Los Mayas, de Michael Coe y empecé a soñar con visitar alguna vez las antiguas ciudades. Así que lo hice.
En 1974, mi esposa y yo y nuestro hijo de dos años salimos de California en una 4×4 cargada de equipo de buceo. Íbamos en busca de la Atlántida y pasamos seis meses visitando Yucatán y Belice, Guatemala y Oaxaca, y muchos otros puntos que encontramos en el camino. Ciertamente, no encontré la Atlántida, pero encontré Chichén Itzá, Uxmal, Tikal y muchas cosas más. Así que en 1975, ya de regreso en California, entré a la universidad en UCLA, en donde escogí la antropología como especialidad, dando comienzo así a mi vida académica; fue en la universidad en donde me limpiaron la cabeza (casi completamente) de cuentos de la Atlántida y de extraterrestres.
En 1975, participé en mi primera excavación en el sitio de Río Amarillo, en Honduras. Siempre he procurado centrar mi atención en los glifos, pero por fortuna mi trabajo incluye asimismo la etnografía y la historia. Mientras trabajaba en mi tesis, creo que en 1984, recuerdo muy claramente haber recibido una especie de revelación: “llevar los glifos nuevamente a los mayas”. La idea me sacudió de pies a cabeza.